POR AGUSTÍN VISSIO
Las campanas comenzaron a sonar con toda la fuerza y ahora sí todo el pueblo se iba a enterar. De tanta gente que se empezó a agolpar no hubo lugar para la lógica, solo se le abrió paso a la fe. ¿Cómo era posible que de un cuadro brotaran hilos de agua? Lo más increíble es que no era de toda la pintura, sino solo de la mitad hacia abajo. La protagonista de la historia era la virgen en un lugar que el nombre le hace honor a este hecho: Santa Fe.
El cielo estaba particularmente celeste y las nubes habían pedido permiso, se habían tomado un descanso, ya que las protagonistas de la mañana del 9 de mayo de 1636 no iban a ser ellas. La rutina hacía lo suyo y todo marchaba como siempre. El padre jesuita Pedro de Helgueta había terminado la misa y mientras los últimos fieles se iban retirando posó sus rodillas sobre el piso y se dispuso a rezar. Nadie en ese recinto se imaginaba lo que estaba por ocurrir, ni que la historia estaba merodeando, ni mucho menos que años más tarde iban a tener que mudarse, pero no de hogar, sino de ciudad.
Los rayos del sol marcaban las ocho de la mañana. Helgueta, que se encontraba dentro de la rudimentaria Iglesia de los Padres jesuitas, levantó su mirada y quedó congelado. Parpadeó varias veces y la imagen no cambiaba. Solo él sabe qué se le habrá cruzado por su cabeza en ese momento, pero la sorpresa se reflejaba en su rostro anonadado. Del cuadro de Nuestra Señora de la Limpia Concepción, que tenía enfrente, caía agua. Se acercó, miró la parte de atrás y comprobó que no era humedad. La confusión lo invadió. Pequeñas gotas, que brotaban de la mitad del cuadro hacia abajo, se transformaron en hilos de un sudor que terminaría siendo milagroso. Pero para eso ya habría tiempo de enterarse.
La orden de los Jesuitas se instaló en tierras de Santa Fe La Vieja en 1610. Allí levantaron una iglesia y un colegio que sobreviviría al cambio de ciudad, inundaciones, golpes de Estado y se terminaría llamando Inmaculada Concepción. Entre tantos capítulos, había uno reservado para un joven que se formó allí y se transformaría años después en el primer Papa latinoamericano.
La historia de Santa Fe y los jesuitas van un poco de la mano. La ciudad comenzó a trasladarse alrededor de 1651 y terminó su mudanza desde los terrenos conocidos como Cayastá al emplazamiento actual en 1660. En la nueva Santa Fe de la Vera Cruz, tanto el colegio como la iglesia, se ubican en uno de los lugares más importante del casco urbano: frente a la plaza principal. La conocida Plaza 25 de Mayo recibe las miradas constantes de la Casa de Gobierno Provincial, Tribunales, Catedral y los espacios jesuitas. Por allí dejaron sus huellas decenas de constitucionalistas, el Brigadier Estanislao López, Jorge Luis Borges, entre otras tantas personalidades que marcaron el rumbo de la Nación Argentina.
Corría el 1636 y el río Quiloazas poco a poco iba comiendo las barrancas de Santa Fe La Vieja mientras las gotas fluían y fluían de aquella pintura religiosa. Lo que empezó siendo un secreto a voces se transformó en las campanadas que hicieron marchar prácticamente todo el pueblo. Era la noticia del día, era lo que todos y todas estaban hablando. El cuadro que fue pintado por el hermano José Luis Berger en 1634 se transformó en un imán para quienes habitaban aquellas tierras. Todavía en un clima de confusión, el Padre Rector del Colegio y de la Iglesia, Helgueta, se dispuso a tocar el lienzo de 133 centímetros por 96 para comprobar que el agua realmente fluía y así fue. Trató de contenerla pero el líquido se desplazaba suavemente por los contornos de sus manos. En ese momento comenzaron a embeber con algodones y telas ese néctar misterioso y milagroso que estaba causando sensación.
Niños, niñas, jóvenes, ancianos, ancianas y autoridades detuvieron su mirada por un minuto para abrirle paso al Vicario y Juez Eclesiástico de Santa Fe, Hernando Arias de Mansilla, al Teniente de Gobernador y Justicia Mayor, Don Alonso Fernández Montiel, al General Don Juan de Garay, hijo del fundador, y al Escribano del Rey, Don Juan López de Mendoza. Por unos segundos el murmullo entre los muros del templo mermaron, hasta que alguien quebró ese silencio por un grito:
—¡Esto es un milagro! —lanzó un hombre de mediana edad mientras se abalanzaba sobre un algodón con el sudor.
Justamente eso venía a verificar el escribano López de Mendoza. Las pisadas de sus botas marcaban su presencia aplomada en la sala. Allí también estaba el vicario Arias quien se subió a una silla, miró fijo el cuadro de arriba hacia abajo, se detuvo en la mirada de la virgen y se dispuso a sentir esa agua que emanaba un lienzo perdido en el frondoso litoral santafesino. Era real. Todo eso era cierto.
Tanto Mendoza como Arias procedieron a realizar actas que certificaron lo que estaba ocurriendo allí. Mendoza sostuvo con un manuscrito casi ilegible que el sudor caía “como arroyo o hilos agua”. En algunos minutos pasaron de la formalidad a desperdigar entre los presentes algodones y telas embadurnados.
Tras algunos días de viaje en caballos y carretas, la información y esos escritos le llegaron al Obispo de la Diócesis de Asunción del Paraguay, espacio del que dependía Santa Fe. El Monseñor Cristóbal de Aresti, con entusiasmo y algarabía, avaló la historia: había actas, suficientes testimonios que probaban lo mencionado y todos los requisitos exigidos por la iglesia estaban cumplidos… Había milagro. Esos hilos que fluyeron de la mitad del lienzo hacia abajo eran milagrosos y también fueron certificados por autoridades.
La euforia por el lienzo religioso estaba en niveles inimaginables. Todas las conversaciones giraban en torno a esa agua que corrió durante casi una hora. Después de las nueve de la mañana de aquel 9 de mayo de 1636 la historia tenía preparado otro giro. Ahora esos algodones humedecidos se transformaron en vehículos de la fe, una fe que sería sanadora y curaría a personas con diversas enfermedades.
La revolución fue tal que el cuadro cambió de nombre y tiempo después pasó a llamarse Nuestra Señora de los Milagros. Para quienes comulgan con la fe, los motivos sobraban. El misticismo generado en torno a la imagen fue tal que el templo comenzó a coparse día a día.
Ni el tiempo, ni la mudanza, ni la expulsión de casi 100 años que vivieron los jesuitas, ni ningún acontecimiento que ocurrió por las tierras de la Santa Fe -tal como lo indica el nombre de la ciudad- pudieron contra la fe expansiva de aquella imagen.
Otro 9 de mayo, pero de 1936, 300 años después de que el sudor milagroso corriera por el lienzo, el Papa Pío XI le otorgó la Coronación Pontificia al cuadro. La imagen que había sido pintada humilde y rudimentariamente por Berger pasó al altar mayor de la iglesia. No solo se agolparon cientos y cientos de fieles de todo el país, sino que estuvo el Cardenal Santiago Copello y las más altas autoridades de la provincia.
De pronto unas campanadas rompieron la atmósfera de silencio y concentración.
—Esta es la historia de un cuadro milagroso. Un lienzo que se volvió parte de Santa Fe y una ciudad que se hizo, en parte, con ese cuadro —cerró la charla una docente mientras sostenía un algodón envuelto ante un grupo de niños vestidos con chombas blancas y cuello azul.
Un chico de mediana estatura y pelo castaño se quedó parado mirando fijo la pintura. En su cabeza rebotaba el ruido de las campanas, pero más fuerte que eso, el pensamiento y una duda que no se le quitaría fácilmente: cómo habrá sido estar frente a un milagro.
FUENTE: airedesantafe.com.ar