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En una calle de adoquines sueltos en el barrio Palermo de Buenos Aires, justo al lado de un viejo kiosco cerrado, había un puesto pequeño cubierto con una lona gris. No vendía fruta, ni libros usados, ni artesanías. Vendía espejos. Pero no nuevos, ni brillantes. Espejos rotos.
El dueño se llamaba Fermín. Tenía la barba desordenada, los ojos tristes y una voz tan suave que parecía siempre pedir permiso al hablar. Nadie sabía muy bien su historia, pero corría el rumor de que había sido psicólogo, o poeta, o ambas cosas a la vez.
Cada espejo estaba pegado con trozos de cinta, alambres finos o marcos rescatados de la basura. Ninguno era igual a otro. Todos mostraban el reflejo en fragmentos desalineados.
—¿Y quién quiere comprar espejos así? —le preguntó un día un turista curioso.
Fermín levantó la vista, como si estuviera respondiendo desde otro lugar.
—Los que se cansaron de buscar perfección. Los que prefieren verse en pedazos… pero reconocerse de verdad.
Al principio, la gente pasaba sin entender. Pero poco a poco, el rumor se esparció: que había un hombre que, por muy pocas monedas, te daba un espejo con un mensaje escondido detrás.
Porque sí, cada uno venía con una nota escrita a mano. A veces un verso, a veces una pregunta, a veces una sola palabra.
Una tarde llegó Martina, una joven de veintipocos, con el alma hecha nudos y la autoestima enterrada en silencio. Se detuvo frente al puesto, sin intención de comprar.
—¿Puedo mirar?
—Podés —dijo Fermín—. Pero cuidado. Estos espejos no devuelven lo que ves… devuelven lo que sos.
Ella sonrió con tristeza.
—Entonces probablemente estén vacíos.
Él le ofreció uno, el más pequeño. Tenía una grieta que cruzaba el centro como un rayo de tormenta.
—Este me ayudó a entender que no todo lo que se rompe… se pierde.
Martina lo sostuvo. Se miró. Vio su rostro cortado en tres fragmentos. Los ojos tristes en uno. La boca seria en otro. Y en el tercero, el reflejo del cielo nublado sobre su cabeza.
Detrás del espejo, una nota:
“Tu reflejo no necesita ser perfecto para ser honesto.”
Pagó sin decir nada. Se fue.
Volvió dos días después.
—¿Puedo comprar otro?
Fermín no respondió. Solo le extendió uno redondo, con bordes dorados y una astilla en la esquina.
Ella lo sostuvo con más firmeza esta vez.
—Estoy aprendiendo a mirarme… sin odiarme.
Él le dio otra nota. Esta vez decía:
“Cuando el espejo duele, no es culpa del vidrio.”
Así fue como el puesto de Fermín se llenó de visitas. Gente que no buscaba decoración, sino sentido. Una madre que acababa de perder a su hijo. Un joven que no podía aceptarse frente al espejo del baño. Un abuelo que ya no se reconocía en el rostro que llevaba.
Y cada uno se llevaba un espejo roto. Y una frase.
El puesto desapareció una mañana de otoño. Solo quedó una caja de madera con varios espejos pequeños y una carta manuscrita encima:
“Gracias por atreverse a mirar lo que duele. Ahora… véanse con más ternura. —Fermín.”
Y desde entonces, cada vez que alguien encuentra uno de esos espejos en alguna casa, en algún mercadillo o en la habitación de un amigo, sabe que no está roto… está recordando que mirarse de verdad es un acto de amor valiente.